Es esa hora en la que no se sabe si es de día o de noche, pero ella abre los ojos sin que un despertador le tenga que avisar que debe estirarse apenas y salir de la cama. Se sienta, coloca ambos pies en el piso y enseguida los mete en las pantuflas con un solo y decidido movimiento. Hace frío. Se levanta, se endereza y alarga el cuello tomando esa postura que la caracteriza.
Se dirige al baño, gira la llave de la regadera y poco a poco el vapor del agua caliente se va confundiendo con la neblina que entra por la ventana. Pero ahí están sus manos, deslizando el jabón sobre su cuerpo.
Las mismas manos, minutos después, le acomodan el vestido, la maquillan un poco y le dan forma a su cabello ondulado. Luego, le ponen esos zapatos que quisiera no usar y que no van con su figura alargada. Son toscos, cuadrados, pero buenos para caminar.
Toma su bolso y desciende la escalera para ir a la cocina por el desayuno: un plato de sopa humeante, una rebanada de pan y un café, que consume a su tiempo, absorta no en el sabor, sino en el tintineo de los cubiertos, el rugoso murmullo de la servilleta y la llovizna que tendrá que cruzar para llegar al trabajo.
Parpadea. Es hora de lavar los trastes. Bajo la espuma, parece que están rotos; sin embargo, la taza tiene oreja, el plato es de una perfecta redondez; cuchara y tenedor están completos, lo mismo que sus dedos al tallar. Aquello que no se ve, existe.
Da vuelta a la perilla de la puerta, sale a la calle húmeda y comienza el trayecto de rutina. Pasa enfrente del puesto de periódicos, se detiene en la esquina donde espera el pitido del semáforo mientras un voceador grita las noticias del día; atraviesa, se desvía a la izquierda hasta llegar a la glorieta donde se juntan sonidos, voces, pasos, cláxones y el ploc de las pisadas en los charcos. Pero hoy destaca uno, el de una podadora. Huele a pasto.
De pronto, se siente desorientada, perdida. Tropieza. Su bastón choca con el casco de una bota y poco falta para que se enrede con una agujeta. Estira los brazos, trata de percibir la distancia de las cosas y de encontrar a alguien a quien preguntarle dónde está. Debió seguir de largo, no dejarse incitar por ese olor.
Las alas de una polilla le rozan la cara. Sabe que ya está oscuro y que debe volver. Uno… dos… tiene que dar los pasos de regreso, pero no puede.
Mientras la noche avanza, sus ojos se quedan fijos como piedras.
Imagen «Honey» tomada de Pinterest
| Beatriz Sandoval (Ciudad de México, México, 1974). Escritora, hacedora de arte objeto cuando tiene tiempo. Ha publicado poesía, narrativa y ensayo en diversas antologías y revistas (Letralia, Tierra de Letras; Documenta; Calameo; Por Escrito; El Creacionista; Periódico Poético). Ha impartido talleres de fomento a la lectura y actualmente desarrolla el libro objeto Punto ciego, que busca la accesibilidad en el arte para personas con discapacidad visual. Los temas que le interesan son la muerte, el suicidio, la discapacidad psicosocial y la ceguera. |
